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sábado, 16 de noviembre de 2013

BONZANZA



                                             “Nunca hubo una guerra buena ni una  paz mala”
                                                           Benjamín Franklim

Han pasado tantos años desde nuestra cruenta guerra civil, que ya, ni quienes  rozamos la ancianidad, recordamos, si no es por referencias y por la historia, versionada según bandos, que aquí hubo un desastre de ingentes  magnitudes que dejó  importantes secuelas de las que, creo, aún no nos hemos recuperado.
Tan grande fue el daño que el pueblo español recibió en aquellos tres años de contienda, y tanta  la represalia de quienes, tras la victoria, debieron ser magnánimos y sólo fueron vengadores, que el miedo, instalado en las bocacalles de nuestro pueblo, en el aire que susurraba entre las chimeneas, en los corrillos que en voz inaudible relataban hazañas bélicas; en las torvas miradas de quienes, recelosos, seguían  odiando a los del bando contrario, se enquistó  en el raciocinio de quienes, por encima de razones, circunstancias o motivaciones, únicamente seguirían recordando a sus muertos inocentes, a sus padres, hermanos, novios, amigos masacrados por esa “Ley del talión” de la que ya hablaba la Biblia y la a que tan dados somos los mortales humanos.
Hablar a estas alturas de una guerra que nadie ha sabido archivar en los baúles del olvido y cuyos  efectos, bien sean psíquicos o físicos, aún persiste en el fichero de la memoria colectiva, tiene, hoy, una razón que no escapará a los ojos de los observadores que, tal vez sin razones apremiantes, barruntan aires de confrontación entre  las distintas maneras de afrontar una crisis  que va para largo y de la que tan mal parados están saliendo muchos de los más desafortunados.
Puede que no se den, y ojalá que nunca se dieran, las circunstancias que motivaron aquella barbarie. Mal que bien, han pasado setenta y cuatro años desde que aquella paz impuesta se aposentó entre los españoles para ir, si no restañando heridas, sí haciéndolas más llevaderas. La dictadura de Franco dio paso, afortunadamente, a una democracia incruenta  en la que se impuso el buen criterio de quienes apostaron por el aperturismo a la pluralidad política y el avance de una sociedad anquilosada que supo adaptarse a los  modos y maneras de los nuevos tiempos.
Pero el problema de los largos periodos, en todos los órdenes de la vida,  es el de la decadencia,  la desidia, el  conformismo o el olvido. Como si a un largo periodo de sequia, durante el cual  nos hemos atrevido a edificar en los terrenos del seco cauce porque nadie recordaba que el río llevara agua alguna vez, no pudieran seguir largos periodos de lluvia e inundaciones.  Y son los jóvenes (los más proclives a sufrir las consecuencias de este nuevo periodo: paro, marginación, inseguridad  en el futuro y tantas circunstancias derivadas de la desaceleración económica a la que, por mandato de estamentos superiores, hemos llegado), que no saben hasta donde pueden llegar las consecuencias de una confrontación, los que, probablemente se encuentren de manos a boca con que, la dilatada paz que gozamos, presenta un horizonte borrascoso.
Corresponde a quienes toman decisiones evitar el caos. No se trata de salir de una crisis a la que, tarde o temprano nos acostumbraremos y con la que, mejor o peor, conviviremos: se trata de dejar sentadas unas normas para la paz, para que la paz siga enarbolando su blanca bandera más allá de nuestra propia existencia  para que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, sigan ignorando los tintes de la tragedia. Se trata de entender  que una sociedad bien fundamentada, no puede basarse en la desigualdad con la que se miden las injusticias, en la mentira o en la corrupción; se trata de entender al individuo como parte de un todo en el que nadie puede conseguir mejores logros si no es por su tenacidad o su esfuerzo y, aún así, entendiendo que los menos aptos, cosa que no siempre depende de la propia persona,  tienen el mismo derecho a la vida y al reparto equitativo de la ventajas o inconvenientes  de la riqueza o pobreza que un país o el mundo generen.
Se trata de cambiar el concepto de la existencia y comprender que el regalo de la vida es algo tan sagrado que ninguna guerra debe dar al traste con su realización. Se trata, en fin, de aceptar que por encima del poder, del dinero, del orgullo de llegar más alto o más lejos, está  la razón de una existencia en armonía como la que nos llega desde cualquier elemento de la naturaleza.

Y sin querer hablar del dramatismo que suponen los daños colaterales de una guerra: hambre, enfermedades, epidemias, desarraigo y todo cuanto hoy, a pesar de los malos momentos  que atravesamos, ignoramos por quedarnos lejos, si sería bueno pensar que esos daños, impensables en épocas de bonanza, son los primeros en llegar si las escarbaduras en el pasado no nos dejan ver el color del  sufrimiento.