Erase una vez un país en el que sus habitantes entraron en una guerra
fratricida que costó sangre, lágrimas y desesperación; tanta que, pasadas bastantes décadas de aquella horrible contienda, aún
las heridas seguían supurando un hilillo de bilis que (pese a las
maneras más o menos democráticas que los habitantes de dicho país se habían
impuesto para tener una convivencia
tranquila), se manifestaban en conversaciones entre contrarios, en foros de
dudosa catadura, en bares, en tertulias televisadas, en fin, en todo lugar y
hora en las que la ocasión fuera propicia.
Como suele ocurrir en todos los órdenes de la vida
(nada es para siempre), a tiempos de bonanza siguieron años de temporal; a tiempos de exceso oleadas de carestía. Y así, los habitantes que en una época
consiguieron acceder a unos bienes que parecían regalados, se vieron, en la
siguiente, amenazados por los mismos que en principio les hicieron pensar que
todo el monte era orégano.
Pasado el tiempo y por razones que ni los más
expertos economistas pudieron demostrar, el país comenzó a hacer aguas y el
hundimiento parecía inminente. Al descenso en la natalidad y en el trabajo se
unió la larga cola de jubilados; al pleno empleo siguió la Santa Hermandad de
Parados; al estímulo por el trabajo siguió el desencanto y la impotencia. Nada
parecía poder remediar el caos, pues mientras los llamados despilfarradores
insistían que el camino del progreso pasaba por el bienestar social, los del
bando contrario optaban por los recortes sociales y las subidas de impuesto en
un intento de sanear la economía (la del país) siguiendo las directrices que marcaba la Federación de Naciones Unidas,
a cambio de hundir la propia economía doméstica que en la otra época parecía
estar dando tan buenos frutos.
Aquella guerra fratricida con la que iniciamos esta
parábola había pasado de los cañonazos mortales
a las manifestaciones más o menos pacíficas, de los gritos de unos a la
intransigencia de los otros, de la elocuencia de los oradores a la
desesperación de los oyentes. Nada parecía poder remediar la confrontación.
Pero hete aquí que un buen día, pasó por el país un flautista (no
tiene por qué ser el de Hámelin pues ese pertenece a la memoria colectiva de
todos los niños de la tierra) que con sus melodías iba ganándose la vida por
pueblos y ciudades, situándose a las puertas de las iglesias, de los grandes
almacenes, de las calles transitadas, en
las que, a su gorra boca arriba en demanda de caridad, acompañaba un cartel en
el que en letra grande y bien caligrafiada ponía: “POR FAVOR UN DONATIVO PARA
SEGUIR TOCANDO MI FLAUTA”
La suerte, el destino, el camino, lo puso a las
puertas del Congreso de los Diputados del país, en el que unos enormes leones
de piedra, simbolizaban vaya usted a
saber qué, pues lo mismo podía ser fortaleza que dominio que majestad, o
simplemente el capricho de ponerlos como algunos poseedores de chalés, ponen un
perro de piedra a la entrada de su finca.
Ignorante del lugar en el que se había situado y
desoyendo las voces que le invitaban a marcharse comenzó a hacer sonar su
flauta. Su melodía conquistó a los de seguridad que, embelesados, optaron por escuchar sin más impedimentos una música
que, colándose por las ventanas del palacio sorprendió a los congregados aquel
día, casi todos pues siempre solían faltar algunos alegando cualquier excusa, si no compensaba
la dieta o el día amanecía lluvioso.
A la salida, todos los congresistas, sin excepción
pusieron sobre su gorra deslustrada una
moneda o varias, en función de la generosidad de cada cual, mientras el
flautista, hinchados los carrillos por el inesperado aluvión de donativos,
seguía haciendo sonar su instrumento con angelical dulzura.
La parábola termina aquí, pero el mensaje puede
continuar su andadura haciéndonos ver que hay una sola causa por la que luchar
y en la que todos debemos contribuir de igual manera para que siga sonando la
flauta.