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miércoles, 13 de noviembre de 2013

EL RICO QUE QUERÍA SER POBRE

Cuentan las crónicas que existió una vez un hombre, que aún sin ponérselo  convertía en oro todo lo que tocaba. Tanto y tanto atesoró que llegó al punto de tener que construir una cámara acorazada de tan grandes dimensiones que el arquitecto que la diseñó tuvo que echar mano de todo su ingenio y experiencia para dar solidez a la macro estructura que, durante años, precisó de  una ingente multitud de trabajadores: albañiles, carpinteros, electricistas, pintores, montadores de dispositivos de seguridad, fontaneros, escayolistas, herreros, y todo lo que imaginarse pueda para llevar a cabo tan extraordinario proyecto.
Como quiera que sus exigencias en el acabado necesitaban de una mano de obra especializada, pagaba bien a quienes cubrían las expectativas de su insaciable perfeccionismo, dando así lugar a que los trabajadores dispusieran de una considerable renta mensual que no sólo les permitía atender las necesidades familiares., sino que, además, les facilitaba la posibilidad de hacerse con tantas cosas como anunciaban las cadenas de televisión (casi todas salidas de las propias fábricas del afortunado empresario que, a su vez, daba trabajo en ellas a toda la población en las que las tenía ubicadas):
El gran empresario, el hombre (que por muchos tesoros que hubiera conseguido no dejaba de ser eso, un hombre con las limitaciones y necesidades de todo hombre), se alegraba de la prosperidad de la ciudad, pero no sin un puntazo de resquemor, motivado tal vez por las menores desigualdades sociales que se habían producido entre él y sus trabajadores y la felicidad que parecía emanar de un consumismo que aunque siguiera favoreciéndole con mayores beneficios, dejaba en entredicho su primacía social y su orgullo como persona; pues vestidos igual y siendo poseedores de todo lo que habían conseguido a causa de su esfuerzo, los hombres  se crecían hasta el punto de emular, e incluso anular, la personalidad de quien, tal vez por razones de destino, tenía tantas obligaciones a su cargo que le impedían disfrutar de los pequeños placeres de los que disfrutaban sus trabajadores.

“Ellos, se decía el poderoso hombre, disfrutan de la vida más que yo, tienen más horas de ocio, más tiempo para sus familias, más ilusión por lo que pueden adquirir. Se van de fin de semana, de puente, de vacaciones; comen en restaurantes los sábados, disfrutan del partido del domingo… Yo en cambio, tengo que darle constantemente a la cabeza para seguir manteniendo este emporio que me sujeta a sus exigencias.  Mi cárcel es de oro, pero al fin y al cabo cárcel. ¿Cómo he podido llegar a semejante despropósito?”

Olvidaba, o tal vez el todopoderoso, no tenía tiempo de pensar  que la dignidad es un legado que a todos nos pertenece; que lo intangible, como puede ser la condición humana, no debería ser medida en función de razones económicas; que los sueños, sólo son placenteros hasta ser conseguidos para luego pasar a esclavizarnos; que la vida es un andar constante hacia la muerte; que  los seres humanos, todos, somos homogéneos en nuestra desnuda concepción; que el camino es una ilusión que se nos antoja eterna hasta que descubrimos que hemos llegado al término de nuestra andadura  y  que nada que sea finito tendrá un final distinto al designado por el Gran Hacedor.