Cuentan las crónicas que existió una vez un hombre,
que aún sin ponérselo convertía en oro todo lo que tocaba. Tanto y tanto
atesoró que llegó al punto de tener que construir una cámara acorazada de tan
grandes dimensiones que el arquitecto que la diseñó tuvo que echar mano de todo
su ingenio y experiencia para dar solidez a la macro estructura que, durante años,
precisó de una ingente multitud de
trabajadores: albañiles, carpinteros, electricistas, pintores, montadores de
dispositivos de seguridad, fontaneros, escayolistas, herreros, y todo lo que
imaginarse pueda para llevar a cabo tan extraordinario proyecto.
Como quiera que sus exigencias en el acabado
necesitaban de una mano de obra especializada, pagaba bien a quienes cubrían
las expectativas de su insaciable perfeccionismo, dando así lugar a que los
trabajadores dispusieran de una considerable renta mensual que no sólo les
permitía atender las necesidades familiares., sino que, además, les facilitaba
la posibilidad de hacerse con tantas cosas como anunciaban las cadenas de
televisión (casi todas salidas de las propias fábricas del afortunado
empresario que, a su vez, daba trabajo en ellas a toda la población en las que
las tenía ubicadas):
El gran empresario, el hombre (que por muchos
tesoros que hubiera conseguido no dejaba de ser eso, un hombre con las
limitaciones y necesidades de todo hombre), se alegraba de la prosperidad de la
ciudad, pero no sin un puntazo de resquemor, motivado tal vez por las menores
desigualdades sociales que se habían producido entre él y sus trabajadores y la
felicidad que parecía emanar de un consumismo que aunque siguiera
favoreciéndole con mayores beneficios, dejaba en entredicho su primacía social
y su orgullo como persona; pues vestidos igual y siendo poseedores de todo lo
que habían conseguido a causa de su esfuerzo, los hombres se crecían hasta el punto de emular, e incluso
anular, la personalidad de quien, tal vez por razones de destino, tenía tantas
obligaciones a su cargo que le impedían disfrutar de los pequeños placeres de
los que disfrutaban sus trabajadores.
“Ellos, se decía el poderoso hombre, disfrutan de la
vida más que yo, tienen más horas de ocio, más tiempo para sus familias, más
ilusión por lo que pueden adquirir. Se van de fin de semana, de puente, de
vacaciones; comen en restaurantes los sábados, disfrutan del partido del
domingo… Yo en cambio, tengo que darle constantemente a la cabeza para seguir
manteniendo este emporio que me sujeta a sus exigencias. Mi cárcel es de oro, pero al fin y al cabo
cárcel. ¿Cómo he podido llegar a semejante despropósito?”
Olvidaba, o tal vez el todopoderoso, no tenía tiempo
de pensar que la dignidad es un legado
que a todos nos pertenece; que lo intangible, como puede ser la condición
humana, no debería ser medida en función de razones económicas; que los sueños,
sólo son placenteros hasta ser conseguidos para luego pasar a esclavizarnos;
que la vida es un andar constante hacia la muerte; que los seres humanos, todos, somos homogéneos en
nuestra desnuda concepción; que el camino es una ilusión que se nos antoja
eterna hasta que descubrimos que hemos llegado al término de nuestra andadura y que
nada que sea finito tendrá un final distinto al designado por el Gran Hacedor.