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domingo, 29 de diciembre de 2013

CRÍSPULO

Críspulo Santaquiteria, no era astrofísico, ni astrónomo, ni astrólogo, ni tan siquiera un vidente de esos que suelen salir en televisión aconsejando a los crédulos que quieren saber si su trabajo será duradero o si el novio de la niña va con buenas intenciones. Críspulo era, y de eso no había la menor duda, intuitivo. Sobre eso, sobre la intuición, había dejado muestras entre los habitantes de la pequeña aldea , en la que había nacido hacía ya cincuenta y ocho años. Todos los vecinos recordaban aquella ocasión en la que Críspulo anunció, tras una prolongada sequía, que aquella semana se inundaría la vega ante la crecida del río; o aquél otro día del verano del setenta y dos, durante la celebración de la festividad del Patrón de la aldea, cuando, bajo un cielo de un azul inmaculado, vaticinó pedrisca, ante el asombro de los endomingados vecinos que pujaban, como todos los años,  por ver quien tenía el arresto necesario para vocear la cantidad de dinero que le proporcionara el privilegio de portar el anda delantera derecha del trono del santo. Como es natural, en ninguna de aquellas ocasiones, los vecinos hicieron caso del tonto del pueblo, que eso era Críspulo a los ojos de unos coterráneos, que juzgaban su alcance por unos signos externos de personalidad, que en nada dejaban entrever sus cualidades premonitorias. Por supuesto que en ambos acontecimientos, sucedió lo que Críspulo predijo, con los consiguientes daños materiales y morales para quienes tomaron a burla sus consejos de anticipar la recogida de las cosechas, que ya estaban en sazón, en la ocasión del desbordamiento del río,  o cuando entre las risotadas de los vecinos, desaconsejó  la procesión que , desoído su consejo,  terminó con el santo destrozado por las enormes piedras que, de golpe, comenzaron a caer de un cielo que se oscureció de nubarrones a velocidad vertiginosa. Ni que decir tiene que, desde entonces, Críspulo, sin dejar de ser considerado con una especial prevención por quienes seguían viendo en él rasgos de acusada bobaliconería, era tenido en cuenta cuando de prevenir tragedias se trataba.


-Críspulo, )cuando conviene sembrar hogaño?
-Críspulo, )habrá riada esta primavera?
-Críspulo, )crees que aquellas nubes presagian maldadas?
Y Críspulo, cuarteaba su rostro, de natural impasible, con una media sonrisa entre irónica y estúpida que nada aclaraba. Porque como ha quedado dicho, Críspulo no era  astrólogo, ni astrofísico, ni siquiera un vidente de esos que en la televisión incitaban a la hilaridad con sus más que peregrinos consejos. Críspulo no hablaba salvo que tuviera el convencimiento de que iba a ocurrir algo. Y ese convencimiento, fruto del azar, de la observación, o vaya usted a saber de qué causa,  no era preventivo. Ocurría en el momento, sin transición. Era (ya!; en las próximas horas; como mucho, en la próxima mañana.
Fuera de aquello, la vida de Críspulo era anodina, de una grisura tal, que más bien parecía no estar entre aquella pequeña comunidad de labradores que poblaban el valle. Vivía solo, en una desvencijada cuadra al fondo de un inmenso corralón infectado de malas hierbas, a la que se accedía por una portada de hierro pintada de verde en la que no había llamador, ni caso, pues dada la distancia hasta el humilde habitáculo no se oiría la llamada  por fuertes que fueran los golpes. Iba siempre enfundado en un mono azul y tocado con una gorra de visera como las que usan los militares en su uniforme de camuflaje. Quienes querían contratarle para que fuera a realizar las faenas agrícolas más engorrosas  -Críspulo era un buen trabajador-, tenían  que merodear por las inmediaciones del solar hasta que el hombre se dejara ver. Su recorrido, invariable en tiempo y espacio, hacía relativamente fácil su localización si, verdaderamente, él quería ser localizado; en caso contrario y ante la vista de alguien que no fuera de su agrado, se daba la vuelta  y aguardaba hasta que aquél se cansara y abandonara la empresa  para regresar a su cuartucho.


Vivía, dicho sea salvando las distancias, como un eremita. Y era tal su frugalidad que un simple pedazo de pan con queso podía servirle de comida para todo un largo día de trabajo, eso sí, con abundante provisión de agua y algún trago de vino peleón al que no le hacía ascos.
Esas, y una retahíla de coletillas, tales como A no hay mas que un hatajo de granujas@ o Aya no hay compañerismo@,  que sólo se permitía intercambiar con los más allegados, eran las señas de identidad de este hombre que, por lo demás, vivía de la forma que quería vivir, sin hacer oído a las bienintencionadas voces que le decían que, ésta, en los tiempos que corren, no era la  forma más apropiada de estar en el mundo.

Pero )quién sabía realmente cuál era el mundo de Críspulo? )Quién sabía algo, lo más mínimo, de su esencialidad, de sus planteamientos, de su filosofía sobre la vida? Porque Críspulo era filósofo, y fruto de su filosofía eran aquellas toscas aseveraciones sobre el comportamiento humano, aseveraciones que, como grama, se habían ido enquistado en su intelecto, fuese, éste, del grado que fuese.


Él sabía, como consecuencia de sus muchas horas de observación, que cuando la perdiz se revolcaba sobre el fango iba a llegar una oleada de calor; que cuando las hormigas amontonaban la tierra alrededor del hormiguero presagiaban tormentas de aire; que dependiendo de la situación en la que los pájaros se posaran sobre los cables del tendido eléctrico, el viento soplaría en uno u otro sentido; que cuando la brisa producía un suave balanceo sobre el culantrillo el tiempo sería primaveral; que los vencejos eran el único avión al que el motor no le fallaría en pleno vuelo y que la derivación de sus alas eran pura matemática ; que el canto de la cigarra tenía unos matices inalcanzables -para cualquier oído que no fuese el suyo- que anunciaban si la nueva fase lunar iba a ser pródiga en tormentas; que la naturaleza, en fin, era una fuente de sabiduría superior a la de aquellos libros que nunca logró entender por más que, cuando niño, un viejo maestro de renqueante andar, lo intentara a base de reglazos y capones que sólo consiguieron espantar a Críspulo de aquél pozo de ciencia.
Eso era todo y no necesitaba más. Su felicidad, si aquello podía considerarse felicidad, era ser tan libre como la más humilde brizna de hierba que nacía en el borde de los caminos. Recibía lo que la naturaleza le ofrecía con verdadero deleite y aguantaba estoico los malos tiempos refugiado en su cuarto, del que no salía hasta que la necesidad le obligaba.
En la primavera del dos mil dos, Críspulo estaba tumbado sobre la hierba del corralón, contemplando el vuelo de los vencejos que como ya hemos dicho, le fascinaba. La pequeña radio a pilas, que le mantenía en contacto con el resto del mundo, gangoseaba noticias sobre un atentado terrorista acaecido unos meses antes en algún lugar del planeta que, tanto le daba, si no era tan cerca de donde él se encontraba que peligrase su propia identidad. Los comentarios sobre el miedo a nuevos atentados o sobre la destrucción masiva de la humanidad por medio de armas nucleares o atómicas le sonaban a cuento chino. El sabía, intuía con ese presentimiento que cobraba fuerza en todo su ser en las grandes ocasiones, que la aniquilación del ser humano llegaría, estaba llegando ya, pero por otro camino.
-Qué sabrán?- se dijo. Y entornó los ojos dejando apenas una rendija entre sus párpados por la que se colaba el hermoso azul del infinito.
Fue entonces cuando descubrió la amenaza. Primero escuchó un zumbido. No era el zumbido de potentes aviones, como aquellos que de vez en cuando cruzaban hasta la cercana base militar en misión de maniobras, tampoco nada, en su particular radar, hacía previsible  el estallido de terroríficas  bombas que hicieran socavones tan grandes como su corral. Después los vio cruzar sobre sus entornados párpados en perfecta formación. Eran milimétricos, casi microscópicos. No eran demasiados todavía; si la ocasión diera lugar a ello, podría decirse que eran  algo así como si un cortejo de heraldos que se hubiera adelantado para anunciar la llegada de algún victorioso ejército.


Guiado de su instinto miró hacia el horizonte, por encima de las sierras que jalonaban el valle.
Ya no había duda. Aquél punto negro crecía de manera alarmante; en pocas horas, el grueso de aquella avanzadilla surcaría el cielo por encima de su corralón. )Qué debía hacer? )Sería bastante con esconderse en su cuarto hasta que pasara el peligro? )Cuál era el método o la conducta de aquellos insectos? )Irían sólo de paso hacia algún bosque tropical a miles de kilómetros de donde él se encontraba? El pánico se apoderó de él y lo inundó  hasta el punto de orinarse sobre sus gastados pantalones. Recordó tragedias pasadas. Plagas que, según contaban los mayores del lugar, devoraban todo cuanto encontraban a su paso, ya fueran plantas, rebaños o personas; historias de insectos devoradores que acababan con un cuerpo en cuestión de segundos
Apresurado, salió del corralón y se dirigió hacia la plaza del pueblo. A pesar de sus temores, no dejaba de embargarle una sensación halagadora. Era su momento. El momento agridulce de erigirse en protagonista; de demostrarle a los vecinos que no era el tonto del pueblo, que poseía el milagroso don de la intuición. Y que una vez mas, Críspulo, el bueno de Críspulo, el tonto de Críspulo, iba a tener la última palabra.

-(LOS MOSQUITOS! (SON LOS MOSQUITOS...! repetía incesante, ante la mirada perpleja de los aldeanos que trataban de adivinar cuál sería , en esta ocasión, la tragedia que Críspulo anunciaba.