Críspulo Santaquiteria, no era astrofísico,
ni astrónomo, ni astrólogo, ni tan siquiera un vidente de esos que suelen salir
en televisión aconsejando a los crédulos que quieren saber si su trabajo será
duradero o si el novio de la niña va con buenas intenciones. Críspulo era, y de
eso no había la menor duda, intuitivo. Sobre eso, sobre la intuición, había
dejado muestras entre los habitantes de la pequeña aldea , en la que había
nacido hacía ya cincuenta y ocho años. Todos los vecinos recordaban aquella
ocasión en la que Críspulo anunció, tras una prolongada sequía, que aquella
semana se inundaría la vega ante la crecida del río; o aquél otro día del
verano del setenta y dos, durante la celebración de la festividad del Patrón de
la aldea, cuando, bajo un cielo de un azul inmaculado, vaticinó pedrisca, ante
el asombro de los endomingados vecinos que pujaban, como todos los años, por ver quien tenía el arresto necesario para
vocear la cantidad de dinero que le proporcionara el privilegio de portar el
anda delantera derecha del trono del santo. Como es natural, en ninguna de
aquellas ocasiones, los vecinos hicieron caso del tonto del pueblo, que eso era
Críspulo a los ojos de unos coterráneos, que juzgaban su alcance por unos
signos externos de personalidad, que en nada dejaban entrever sus cualidades
premonitorias. Por supuesto que en ambos acontecimientos, sucedió lo que
Críspulo predijo, con los consiguientes daños materiales y morales para quienes
tomaron a burla sus consejos de anticipar la recogida de las cosechas, que ya
estaban en sazón, en la ocasión del desbordamiento del río, o cuando entre las risotadas de los vecinos,
desaconsejó la procesión que , desoído
su consejo, terminó con el santo
destrozado por las enormes piedras que, de golpe, comenzaron a caer de un cielo
que se oscureció de nubarrones a velocidad vertiginosa. Ni que decir tiene que,
desde entonces, Críspulo, sin dejar de ser considerado con una especial
prevención por quienes seguían viendo en él rasgos de acusada bobaliconería, era
tenido en cuenta cuando de prevenir tragedias se trataba.
-Críspulo, )cuando conviene sembrar hogaño?
-Críspulo, )habrá riada esta primavera?
-Críspulo, )crees que aquellas nubes
presagian maldadas?
Y Críspulo, cuarteaba su rostro, de natural
impasible, con una media sonrisa entre irónica y estúpida que nada aclaraba.
Porque como ha quedado dicho, Críspulo no era
astrólogo, ni astrofísico, ni siquiera un vidente de esos que en la
televisión incitaban a la hilaridad con sus más que peregrinos consejos.
Críspulo no hablaba salvo que tuviera el convencimiento de que iba a ocurrir
algo. Y ese convencimiento, fruto del azar, de la observación, o vaya usted a
saber de qué causa, no era preventivo.
Ocurría en el momento, sin transición. Era (ya!; en las próximas horas; como
mucho, en la próxima mañana.
Fuera de aquello, la vida de Críspulo era
anodina, de una grisura tal, que más bien parecía no estar entre aquella
pequeña comunidad de labradores que poblaban el valle. Vivía solo, en una
desvencijada cuadra al fondo de un inmenso corralón infectado de malas hierbas,
a la que se accedía por una portada de hierro pintada de verde en la que no
había llamador, ni caso, pues dada la distancia hasta el humilde habitáculo no
se oiría la llamada por fuertes que
fueran los golpes. Iba siempre enfundado en un mono azul y tocado con una gorra
de visera como las que usan los militares en su uniforme de camuflaje. Quienes
querían contratarle para que fuera a realizar las faenas agrícolas más
engorrosas -Críspulo era un buen
trabajador-, tenían que merodear por las
inmediaciones del solar hasta que el hombre se dejara ver. Su recorrido,
invariable en tiempo y espacio, hacía relativamente fácil su localización si,
verdaderamente, él quería ser localizado; en caso contrario y ante la vista de
alguien que no fuera de su agrado, se daba la vuelta y aguardaba hasta que aquél se cansara y
abandonara la empresa para regresar a su
cuartucho.
Vivía, dicho sea salvando las distancias,
como un eremita. Y era tal su frugalidad que un simple pedazo de pan con queso
podía servirle de comida para todo un largo día de trabajo, eso sí, con
abundante provisión de agua y algún trago de vino peleón al que no le hacía
ascos.
Esas, y una retahíla de coletillas, tales
como A no hay mas que un hatajo de
granujas@ o Aya no hay compañerismo@, que sólo se permitía intercambiar con los más
allegados, eran las señas de identidad de este hombre que, por lo demás, vivía
de la forma que quería vivir, sin hacer oído a las bienintencionadas voces que
le decían que, ésta, en los tiempos que corren, no era la forma más apropiada de estar en el mundo.
Pero )quién sabía realmente cuál era el
mundo de Críspulo? )Quién sabía algo, lo más mínimo,
de su esencialidad, de sus planteamientos, de su filosofía sobre la vida?
Porque Críspulo era filósofo, y fruto de su filosofía eran aquellas toscas
aseveraciones sobre el comportamiento humano, aseveraciones que, como grama, se
habían ido enquistado en su intelecto, fuese, éste, del grado que fuese.
Él sabía, como consecuencia de sus muchas
horas de observación, que cuando la perdiz se revolcaba sobre el fango iba a
llegar una oleada de calor; que cuando las hormigas amontonaban la tierra
alrededor del hormiguero presagiaban tormentas de aire; que dependiendo de la
situación en la que los pájaros se posaran sobre los cables del tendido
eléctrico, el viento soplaría en uno u otro sentido; que cuando la brisa
producía un suave balanceo sobre el culantrillo el tiempo sería primaveral; que
los vencejos eran el único avión al que el motor no le fallaría en pleno vuelo
y que la derivación de sus alas eran pura matemática ; que el canto de la
cigarra tenía unos matices inalcanzables -para cualquier oído que no fuese el
suyo- que anunciaban si la nueva fase lunar iba a ser pródiga en tormentas; que
la naturaleza, en fin, era una fuente de sabiduría superior a la de aquellos
libros que nunca logró entender por más que, cuando niño, un viejo maestro de
renqueante andar, lo intentara a base de reglazos y capones que sólo
consiguieron espantar a Críspulo de aquél pozo de ciencia.
Eso era todo y no necesitaba más. Su
felicidad, si aquello podía considerarse felicidad, era ser tan libre como la
más humilde brizna de hierba que nacía en el borde de los caminos. Recibía lo
que la naturaleza le ofrecía con verdadero deleite y aguantaba estoico los
malos tiempos refugiado en su cuarto, del que no salía hasta que la necesidad
le obligaba.
En la primavera del dos mil dos, Críspulo
estaba tumbado sobre la hierba del corralón, contemplando el vuelo de los
vencejos que como ya hemos dicho, le fascinaba. La pequeña radio a pilas, que
le mantenía en contacto con el resto del mundo, gangoseaba noticias sobre un
atentado terrorista acaecido unos meses antes en algún lugar del planeta que,
tanto le daba, si no era tan cerca de donde él se encontraba que peligrase su
propia identidad. Los comentarios sobre el miedo a nuevos atentados o sobre la
destrucción masiva de la humanidad por medio de armas nucleares o atómicas le
sonaban a cuento chino. El sabía, intuía con ese presentimiento que cobraba
fuerza en todo su ser en las grandes ocasiones, que la aniquilación del ser
humano llegaría, estaba llegando ya, pero por otro camino.
-Qué sabrán?- se dijo. Y entornó los ojos
dejando apenas una rendija entre sus párpados por la que se colaba el hermoso
azul del infinito.
Fue entonces cuando descubrió la amenaza.
Primero escuchó un zumbido. No era el zumbido de potentes aviones, como
aquellos que de vez en cuando cruzaban hasta la cercana base militar en misión
de maniobras, tampoco nada, en su particular radar, hacía previsible el estallido de terroríficas bombas que hicieran socavones tan grandes
como su corral. Después los vio cruzar sobre sus entornados párpados en
perfecta formación. Eran milimétricos, casi microscópicos. No eran demasiados
todavía; si la ocasión diera lugar a ello, podría decirse que eran algo así como si un cortejo de heraldos que
se hubiera adelantado para anunciar la llegada de algún victorioso ejército.
Guiado de su instinto miró hacia el
horizonte, por encima de las sierras que jalonaban el valle.
Ya no había duda. Aquél punto negro crecía de
manera alarmante; en pocas horas, el grueso de aquella avanzadilla surcaría el
cielo por encima de su corralón. )Qué debía hacer? )Sería bastante con esconderse en
su cuarto hasta que pasara el peligro? )Cuál era el método o la conducta
de aquellos insectos? )Irían sólo de paso hacia algún
bosque tropical a miles de kilómetros de donde él se encontraba? El pánico se
apoderó de él y lo inundó hasta el punto
de orinarse sobre sus gastados pantalones. Recordó tragedias pasadas. Plagas
que, según contaban los mayores del lugar, devoraban todo cuanto encontraban a
su paso, ya fueran plantas, rebaños o personas; historias de insectos
devoradores que acababan con un cuerpo en cuestión de segundos
Apresurado, salió del corralón y se dirigió
hacia la plaza del pueblo. A pesar de sus temores, no dejaba de embargarle una
sensación halagadora. Era su momento. El momento agridulce de erigirse en
protagonista; de demostrarle a los vecinos que no era el tonto del pueblo, que
poseía el milagroso don de la intuición. Y que una vez mas, Críspulo, el bueno
de Críspulo, el tonto de Críspulo, iba a tener la última palabra.
-(LOS MOSQUITOS! (SON LOS MOSQUITOS...! repetía
incesante, ante la mirada perpleja de los aldeanos que trataban de adivinar
cuál sería , en esta ocasión, la tragedia que Críspulo anunciaba.