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domingo, 16 de marzo de 2014

RÉQUIEM POR MIGUEL NIETO-SANDOVAL MERINO

¿Cómo hablaros de un hombre gris, cuya única presunción era la de ser analfabeto; de un hombre que de pequeño tuvo que aprender a ganarse la vida en trabajos mal pagados  que ahora  veríamos como explotación infantil; de alguien que no pudo ir al colegio, ni tener infancia, ni pensar que la vida era amable…? ¿Cómo hablaros de un tiempo, el que le tocó vivir, donde a lo más que un niño podía aspirar era a no morirse de hambre?
Pues ese, era Miguel. MI amigo Miguel. Una de las personas más extraordinarias con las que la vida me ha cruzado. “Eso que soy analfabeto”, decía cuando terminaba un trabajo de albañilería (que ese era su oficio) y sentía la satisfacción de la obra bien terminada. Miguel llegó a mi vida circunstancialmente. A causa de unos trabajos de vallado que duraron dos semanas. Desde entonces tuvimos una mutua colaboración en la que descubrí a un hombre sabio, bueno, generoso, esforzado, abnegado, polivalente. Lo recuerdo plantando su pequeño huerto: tomates, pimientos, berenjenas, alguna mata de melón, calabazas… todo en pequeñas cantidades que gracias a sus cuidados y a su entusiasmo proliferaban en abundantes cosechas que, por supuesto, compartíamos. Lo recuerdo construyendo un brocal de pozo ornamental, a base de piedras del terreno, preparando la caseta del perro, haciendo sabe Dios cuántas cosas impensables, de las que era capaz. Pero sobre todo, lo recuerdo feliz. Fueron aquellos años una renovación para su espíritu; un soplo de aire fresco para quien ese aire era tan necesario como el comer. Sentía Miguel una sensación de libertad que se reflejaba en su buen hacer, en su predisposición,  en su generosa entrega…

Un día dejamos de ser colaboradores, que no amigos. Le daba miedo ir con su vieja moto por caminos rurales y, por otra parte, tenía que contribuir en las tareas domésticas al tener a su esposa enferma. NO dejamos de vernos. Bien porque yo iba a verle en las noches de verano en las que él tomaba el fresco a la puerta de su casa, junto a su mujer  y a su suegro de cien años. Charlábamos un poco. Tal vez la conversación fuera insustancial, o simplemente manida. Pero renovábamos nuestra amistad. Otras veces era él el que venía a verme a mi tienda.  “He venido a cobrar y como estoy cerca he dicho: voy a ver a Jero” Siempre preguntaba por los hijos, yernos, nietos, esposa. Cada uno en su orden, por su nombre. Y sus ojos denotaban su sincero interés.

Tenía Miguel una dolencia hepática, al parecer fruto de algunos excesos de juventud que, conociéndolo, no debieron ser exagerados, de la que estaba bastante recuperado. Se hacía revisiones cada seis meses y todo iba bien.  Pero un día, llegó preocupado. Las pruebas no habían sido buenas. Y ahí empezó su declive. Lo ingresaron en el hospital un par de veces, Fui a verle la primera vez. De la segunda no me enteré. Como no me enteré de su fallecimiento hasta pasados unos días. Me sentí mal por no haberle dado mi adiós a ese buen amigo. Me sentí muy mal. Triste, disgustado y un poco culpable de no haberme interesado en sus últimos días.
Han pasado unos meses. Hoy he ido al cementerio por motivos familiares y, en mi recorrido, me he acercado al columbario. “Cuando muera, quiero que me incineren y me traigan a uno de estos nichos”, he dicho a mi mujer que como siempre me ha contestado “Lo que tú quieras”, mientras miraba los nombres de los allí descansan. No sé si ha sido fruto de la casualidad. Es probable que sí. Pero también ha podido ser fruto de los misterios que nunca llegaremos a descifrar. Lo cierto es que allí estaba Miguel. Miguel Nieto-Sandoval Merino, he leído mientras miraba su fotografía serigrafiada en el metal de la esquela. “Es Miguel” le he dicho a mi mujer mientras sentía que la emoción invadía mis ojos. “Es el bueno de Miguel”. Me he santiguado y he pensado en él. Y han pasado por mi cabeza las imágenes del tiempo compartido.

Espero Miguel, que donde estés, sigas cultivando tu huerto…