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lunes, 24 de marzo de 2014

SUÁREZ, EL HOMBRE.

Hoy toca hablar de Suárez. Un hombre con alzheimer, que durante un tiempo de su vida fue Presidente del  Gobierno. También se podría decir al revés. Pero no. Porque a Adolfo Suárez como más se lo va a recordar es como hombre. Claro que si no hubiera sido presidente a lo mejor este escrito  tampoco hubiera tenido efecto.

Lo primero que produce hablar de Suárez, o contemplar alguna de sus fotos, antes y después del alzheimer, o leer alguna anécdota sobre su vida, es honda emoción. Y eso, es un raro efecto tratándose de personas que tienen  que tomar decisiones  que no siempre son del agrado de todos. Quiero decir, que es raro que un político sea juzgado con la benevolencia con la que se está juzgando a este hombre. Y creo que eso es precisamente porque nunca pareció un político.

Su aspecto inteligente, su honrada fisonomía, su naturalidad al prometer  (¿recuerdan?  “Puedo prometer  y prometo”) que venía a ser como decir “Esto lo prometo porque sé que lo puedo cumplir”, daban a su imagen una impresión de naturalidad que era algo a lo que los españoles de aquella época estábamos poco acostumbrados. Las mujeres lo veían guapo. Un guapo al estilo Rodolfo Valentino. Y, probablemente, de haber sido otras sus circunstancias, podría haber sido el  galán protagonista de alguna película romántica.

Confiamos en él. Era impensable que un hombre de su aspecto se valiera del engaño para conseguir sus fines. Supo hablar con todos, querer a todos. Y fue ese talante conciliador, además, supongo, de otras circunstancias que se darían y en las que ni sé ni quiero entrar, el que hizo que nuestra transición fuera ejemplar.

Fue, como Cristo,  un hombre de encargo (valga la expresión  desde el más hondo respeto y admiración por Cristo y por Suárez): “Ve a España, concíliala y luego desaparece”  Podría ser el mandato que le hicieron. Y así lo hizo. Desapareció en la bruma de una enfermedad  que empieza por pequeños descuidos (tengo tal lío de papeles, que me pierdo, dijo en un mitin de apoyo a su hijo). Nadie da importancia a los pequeños descuidos (“ Nueve por siete son sesenta y tres ¿O son setenta y dos?”  “¿He apagado la luz?” “¿Cómo se llama, sí, esa del pelo rizado que es amiga tuya?” ), pero son el inicio de la pérdida del ser. Y un ser sin memoria pasa a ser un ser olvidado.

Por eso, hoy, yo, que por principios nunca he militado en ningún partido político, y por edad, estoy más cerda del conocimiento de esa enfermedad traicionera que nos anula, quiero dejar constancia, antes de que no pueda hacerlo por imperativos de memoria, de mi afecto hacia ese hombre singular que, desde su gran humanidad, supo encontrar el cauce de la concordia.

Y uno mi pesar, al de tantos y tantos ciudadanos que hoy pasarán por el lugar donde se ha instalado su Capilla Ardiente, en señal de reconocimiento.


Descanse en paz.