He seguido
las huellas de tu último viaje
por un bello
paseo de jóvenes cipreses.
Era una tarde
limpia, de cálidos matices,
perfecta para
un alma que rompe el cautiverio.
Con profundo
respeto, cuatro sepultureros,
han bajado
despacio tu cuerpo hasta el abrigo
de esa
postrera estancia silenciosa y profunda
donde ya no habrá miedos que laceren tus
huesos.
Y han cruzado
mi mente las trágicas imágenes
de tu rostro
agotado y tus manos nudosas;
de tu cuerpo
vencido y tus ansias de muerte;
de tu estoico
silencio marginal y preciso.
Te recuerdo
como eras en aquellas secuencias
que aún mi
cerebro guarda celoso de tu imagen:
Centinela del
alba despejabas las sombras
que tejiera
la noche sobre todos nosotros.
Era tu mano
sabia la mano de un poeta
que
escribiera en los surcos los versos más sublimes.
A tu lado
aprendimos que vivir es ganarse
el pan cada
mañana con sumisión y entrega.
Las huellas
de tus pasos jalonaron las lindes
de una heredad que acaso semejara a tu madre
-tal era el
sentimiento de amor con que cuidabas
las verdes
extensiones de inciertas esperanzas-.
Y ahora
habitas la tierra desnudo de impaciencia,
sabedor de
que has hecho la labor asignada.
Nadie podrá
negarte tu reposo perpetuo
que acaso es
comparable al del vientre materno.
Todo será
ligero como la misma esencia
donde germina
el tallo frondoso de la vida.
Y tú podrás
sentirlo -tan dentro estás de todo-
como un
hálito fresco invadiendo tu alma.
Porque esa es
la promesa de vida que nos salva
de este lento
víacrucis donde el sol se deshace.
Y en tu noche
constante -marinero de espigas-
volverán las
estrellas a servirte de norte.
Ahora tú
formas parte del sol cuando amanece,
de la brisa
que llega como dando un abrazo,
de la gota de
lluvia que se agolpa en torrente,
del azul de
la nada, del silencio del mundo.
Ahora tú eres
el germen, la perfecta armonía
donde todo se
ensambla para ser nuevamente.
Por eso no
estoy triste a pesar de tu ausencia
y siento que
el poema me llega de tu aliento.