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domingo, 6 de julio de 2014

EL EURO Y LA CHATARRA.



Cuando los que nacimos con la peseta, teníamos ciento sesenta y seis de esas hermosa rubias en el bolsillo, podíamos pensar que teníamos un capital. Por poner un ejemplo, mi primer salario, después de todo un mes haciendo las labores de un aprendiz en un comercio de tejidos eran todas:  desde limpiar el retrete a encender la caldera de la calefacción con carbón de bola o de restos  que después de un concienzudo acribado en el que salías más negro que el mismo carbón, servían para calentar el comercio unos días más mientras llegaba la nueva carga (más bien sería descarga por aquella lumbrera que daba a la carbonera); desde limpiar los cristales a barrer el suelo de madera con aserrín, desde ir a recoger la cesta de la compra, a lavar el coche del jefe ( que digo yo que qué tendría que ver todo eso con el oficio de dependiente o vendedor); mi primer sueldo, digo, fue de doscientas cincuenta pesetas, allá por el año mil novecientos sesenta (tampoco hace tanto) y cuando lo cobré me sentí digno. Ya podía comprarle a la novia un pequeño regalo, invitarla al cine o a tomar unas gambas con gabardina en el bar Avenida. Ya no tenía que depender de lo que me diera mi madre que era más bien poco,  y aportaba a la causa común de la familia una ayuda que aunque pequeña, paliaba la escasez que de casi todo teníamos los pobres de la época. Y llamo pobres a quienes realmente nunca creyeron que lo fueran porque entonces el agravio comparativo no se llevaba y ni los ricos parecían más ricos que los pobres.

Después, y siempre motivada por una evolución social que no siempre lo es, la peseta fue decreciendo en valor al tiempo que las cosas iban subiendo de precio que, no sé por qué, siempre lo hacían más deprisa que los salarios. Pero aun así, la peseta daba un desí que no veas (aquí, aunque el corrector me subraya en rojo desí, lo que yo quiero es decir desí  y  no de sí, que ya se sabe que era un estiramiento de la ropa que empezaba por estarte ajustada y terminaba por valerle a tu hermano cinco tallas mayor) y eran de papel  y un fajo de billetes de  peseta te hacían sentirte importante. Después, con la evolución que digo, se convirtió en calderilla, aunque realmente la calderilla eran los céntimos, la perra gorda ( o patacón que llamábamos en mi pueblo, los dos realillos  que engarzábamos por el agujero de la moneda y hacíamos ristras que eran una hermosura con las que comprábamos unas hermosas bolas de cristal o de cerámica de vistosos colores que luego nos jugábamos al Frendy ( que era un juego que consistía en pintar un triángulo en el suelo en el que se metían las bolas de los apostantes para que desde una distancia determinada, los jugadores tiraran con una de sus bolas no apostada y sacaran las depositadas en el triángulo que a veces podían ser cuatro o cinco, según el tino dl tirador y que iban engrosando nuestro capital en bolas…)

Pero yo no quería hablaros de juegos ( aunque no está nada mal comparar nuestra manera de divertirnos de niños, con la insulsa manera de divertirse los actuales infantes, a base de maquinitas virtuales que los aíslan totalmente –se me iba la mano y había puesto tontamente, qué cosas-)no, yo quería hablaros de la peseta y del euro y dejar constancia de por qué prefiero la peseta. Pues la prefiero, porque además de lo dicho era la tradicional moneda española (que no sé por qué no podría convivir con el euro); era nuestra moneda, la que nos identificaba aunque comparada con las restantes monedas europeas pareciera ridícula.

Sin embargo, el euro, que ahora nos ha igualado a nuestros vecinos (solamente en la moneda que utilizamos, no lo olvidemos) y hasta puede que nos haya hecho sentirnos más europeos, es una moneda traidora, engañosa, falsa, que nos crea la ilusión de comprar barato lo que realmente cuesta a precio de oro. “Tres euros, decimos, no es cara” y nos olvidamos de que son quinientas pesetas de las de vellón que eran una fortuna. Y si se fragmenta en esas monedillas de cobre  o latonadas que se suelen llamar chatarra, ya es que ni te cuento; a nadie se nos ocurre pensar que diez céntimos son dieciséis pesetas. Los diez céntimos de hoy son la limosna que ni el pobre  quiere, entre otras cosas porque ya se ha devaluado bastante en función a los precios que tiene todo; o la que nuestros hijos tampoco quieren porque es insignificante para comprar alguna chuche o algún juguetito por simple que sea,  que ya ni los chinos venden a un “eulo”…

En fin, que el euro nos ha empobrecido, que hemos caído en la trampa de los grandes capitales, de las multinacionales, de los depredadores que entienden de economía y van a por todas. Para ellos es el euro. Los demás sólo tenemos chatarra…