Cuando los que nacimos con la peseta, teníamos ciento
sesenta y seis de esas hermosa rubias en el bolsillo, podíamos pensar que
teníamos un capital. Por poner un ejemplo, mi primer salario, después de todo
un mes haciendo las labores de un aprendiz en un comercio de tejidos eran todas:
desde limpiar el retrete a encender la
caldera de la calefacción con carbón de bola o de restos que después de un concienzudo acribado en el
que salías más negro que el mismo carbón, servían para calentar el comercio
unos días más mientras llegaba la nueva carga (más bien sería descarga por
aquella lumbrera que daba a la carbonera); desde limpiar los cristales a barrer
el suelo de madera con aserrín, desde ir a recoger la cesta de la compra, a
lavar el coche del jefe ( que digo yo que qué tendría que ver todo eso con el
oficio de dependiente o vendedor); mi primer sueldo, digo, fue de doscientas
cincuenta pesetas, allá por el año mil novecientos sesenta (tampoco hace tanto)
y cuando lo cobré me sentí digno. Ya podía comprarle a la novia un pequeño
regalo, invitarla al cine o a tomar unas gambas con gabardina en el bar Avenida.
Ya no tenía que depender de lo que me diera mi madre que era más bien poco, y aportaba a la causa común de la familia una
ayuda que aunque pequeña, paliaba la escasez que de casi todo teníamos los
pobres de la época. Y llamo pobres a quienes realmente nunca creyeron que lo
fueran porque entonces el agravio comparativo no se llevaba y ni los ricos
parecían más ricos que los pobres.
Después, y siempre motivada por una evolución social que no
siempre lo es, la peseta fue decreciendo en valor al tiempo que las cosas iban subiendo
de precio que, no sé por qué, siempre lo hacían más deprisa que los salarios.
Pero aun así, la peseta daba un desí que no veas (aquí, aunque el corrector me
subraya en rojo desí, lo que yo quiero es decir desí y no de
sí, que ya se sabe que era un estiramiento de la ropa que empezaba por estarte
ajustada y terminaba por valerle a tu hermano cinco tallas mayor) y eran de
papel y un fajo de billetes de peseta te hacían sentirte importante. Después,
con la evolución que digo, se convirtió en calderilla, aunque realmente la
calderilla eran los céntimos, la perra gorda ( o patacón que llamábamos en mi pueblo,
los dos realillos que engarzábamos por
el agujero de la moneda y hacíamos ristras que eran una hermosura con las que comprábamos
unas hermosas bolas de cristal o de cerámica de vistosos colores que luego nos
jugábamos al Frendy ( que era un juego que consistía en pintar un triángulo en
el suelo en el que se metían las bolas de los apostantes para que desde una
distancia determinada, los jugadores tiraran con una de sus bolas no apostada y
sacaran las depositadas en el triángulo que a veces podían ser cuatro o cinco,
según el tino dl tirador y que iban engrosando nuestro capital en bolas…)
Pero yo no quería hablaros de juegos ( aunque no está nada
mal comparar nuestra manera de divertirnos de niños, con la insulsa manera de
divertirse los actuales infantes, a base de maquinitas virtuales que los aíslan
totalmente –se me iba la mano y había puesto tontamente, qué cosas-)no, yo
quería hablaros de la peseta y del euro y dejar constancia de por qué prefiero
la peseta. Pues la prefiero, porque además de lo dicho era la tradicional
moneda española (que no sé por qué no podría convivir con el euro); era nuestra
moneda, la que nos identificaba aunque comparada con las restantes monedas
europeas pareciera ridícula.
Sin embargo, el euro, que ahora nos ha igualado a nuestros
vecinos (solamente en la moneda que utilizamos, no lo olvidemos) y hasta puede
que nos haya hecho sentirnos más europeos, es una moneda traidora, engañosa,
falsa, que nos crea la ilusión de comprar barato lo que realmente cuesta a precio
de oro. “Tres euros, decimos, no es cara” y nos olvidamos de que son quinientas
pesetas de las de vellón que eran una fortuna. Y si se fragmenta en esas
monedillas de cobre o latonadas que se
suelen llamar chatarra, ya es que ni te cuento; a nadie se nos ocurre pensar
que diez céntimos son dieciséis pesetas. Los diez céntimos de hoy son la
limosna que ni el pobre quiere, entre
otras cosas porque ya se ha devaluado bastante en función a los precios que
tiene todo; o la que nuestros hijos tampoco quieren porque es insignificante
para comprar alguna chuche o algún juguetito por simple que sea, que ya ni los chinos venden a un “eulo”…
En fin, que el euro nos ha empobrecido, que hemos caído en
la trampa de los grandes capitales, de las multinacionales, de los depredadores
que entienden de economía y van a por todas. Para ellos es el euro. Los demás
sólo tenemos chatarra…