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viernes, 3 de octubre de 2014

FIN DE MILENIO (Concierto de fin de año)


Cuando el siglo XX tocaba a su fin, se predijeron desastres de todo tipo. A raíz de ello, se me ocurrió esta fantasía dantesca:

Aquella noche había un especial revuelo en el ambiente; alguien se había permitido llegar con una de esas horribles gafas que con el número 2000 había fabricado uno de esos comerciantes avispados que están a la que cae; alguna mujer había pintado sus uñas de purpurina; y como uníendose a aquel destellante cambio de milenio,  en el escenario, sobre las sillas que después ocuparían los músicos, los instrumentos, fuera de sus fundas, brillaban con reflejos dorados, blancos, cobres..., incluso el ébano de los clarinetes o el caoba del fagot destacaban sus veteados tonos bajo la intensa luz de los focoss que suspendidos en la diabla daban luz a aquel rectángulo. Los atriles, como un pequeño ejército en formación, parecían estar a  la espera de la arenga que el general, como era su costumbre, les iba a hacer de un momento a otro. Todo prometía que, dentro de breves momentos, se iba a realizar el acostumbrado concierto de fin de año. Se escuchó la consabida frase: Señoras, señores, bienvenidos al Gran Teatro de Manzanares;   el concierto va a comenzar, rogamos apaguen los teléfonos móviles y las alarmas de sus relojes. Muchas gracias. Por las puertas laterales de la flamante concha acústica iniciaron su entrada los músicos  y sonaron unos débiles aplausos de rigor; una vez colocados sobre sus respectivas sillas, la banda, a instancias del concertino, afinó durante unos minutos  quedando después en silencio.  Volvió a abrirse una de las puertas laterales y entró el director. Los músicos se pusieron en pie; se escucharon nuevos aplausos, esta vez con más intensidad, como confirmando la importancia que se atribuía a la participación de aquel hombre, de porte circunspecto, en la realización del concierto. Éste saludó al oboe que hacía las veces de concertino y a la joven rubia que interpretaba el papel de clarinete principal, situados uno a cada lado de la posición que dentro de unos instantes iba a ocupar sobre la tarima preparada al efecto. Miró hacia el público, hizo un rápido gesto de inclinación del tronco y se volvió hacia los músicos
Levantó los brazos, concedió unos instantes de concentración y atacó la primera obra. Ningún instrumento emitió sonido alguno; sólo la tuba, con gravedad, articuló una frase humana que dejó sorprendido al bajista que esperaba, como era natural, una escala de sonidos en correspondencia con las llaves que había articulado. La frase, que efectivamente seguía el curso cromático, el tiempo, el matiz, las figuras, el ritmo y la intensidad correspondientes a lo que del instrumento se solicitaba por su intérprete fue la siguiente: Hooooyporr serfin aaal demil en io vaaaaam osadecir osloq ue hemosssscall adodurannnnn
t eeeeeeee tantotiem poooo.
Todos los instrumentos se estremecieron entre las manos de los músicos mientras éstos, sin dar crédito a lo que ocurría miraron hacia el director que , a su vez sorprendido, encogió los hombros en un gesto como de: "a mi que me registren". El público, expectante, esperaba que alguien explicara lo que estaba ocurriendo, por lo que el director se volvió y sólo acertó a decir: Señoras y señores, me temo que estamos ante el efecto 2000.
Una carcajada general llenó el recinto. Todo el mundo pensó que aquello podría ser una broma de las que, por la coincidencia con del día de los Santos Inocentes, el director solía gastar en estos conciertos de fin de año.
Cuando nuevamente, los músicos intentaron ejecutar sus partituras, volvió a suceder lo que al principio: todos los instrumentos permanecieron en silencio excepto el clarinete principal que, con un sonido dulce y redondo, emitió una fermata en la que, de manera expresiva, articuló la siguiente frase :estotalmentejustoquehoy seamosnosotros quienes t  e  n  g  a  m  o  s  laoport un idad deeeeeee manifestarnosanteustedes.
A lo que el coro de los clarinetes segundos durante cuatro compases seguidos respondió: esjusto esjusto esjusto.
La flauta, que estaba impaciente por dejar oír su meliflua voz, hizo su entrada en la tercera parte del último compás en el que los clarinetes segundos repetían su cantinela; con un sonido tan dulce como equívoco arguyó:
esverdader ament elamentable quenadieseha yaparadoapensar l o quenosotrossentimos c u a n d o todases tassimpresio nespasan poooooor nues trosconductos.
A lo que las flautas segundas y los clarinetes terceros respondieron: uctos uctos uctos.
Aquello parecía un galimatías. Hubiera sido preferible que cada instrumento hablara con normalidad, como lo hacen las personas: separando las frases por palabras y éstas por sílabas; pero acostumbrados a interpretar pasajes en los que lo importante era el sonido, no eran diestros en emitir frases humanas con la debida corrección.
Ahora era el saxofón alto, con su acaramelada voz el que iniciaba una frase coreada por el resto de saxofones ( altos, tenores, y barítono); mientras éstos repetían en compás de tres por ocho a un tiempo: Voy voy voy , el solista alargaba la ejecución de una frase profunda:
Voooooooy aaa deeemostraaaarleeeeees queeee l a ssssssseeennnnsiiiiibiliiidaddddddd dellllll ar tiiissta nnnnnnno exissstiiiiiii ría siiiiinnnn micolaboraciónononononononononon Y después de un trémolo final,  enmudeció.
De nada valían los esfuerzos del músico que se desgañitaba soplando para arrancar algún sonido al instrumento; ni las brazadas del director que así, sin música que respondiera a sus aspavientos parecía un títere de feria. Ningún sonido salía por aquella campana dorada que parecía enrojecer ante la presión que soportaba. De pronto dejó escapar su nota más grave como en una larga pedorreta :pppppppppppppppppprrrrrrrrrrrrrfffffffffff. Y enmudeció de nuevo.
El público no sabía si reír o llorar. A lo lamentable de la situación no le faltaba su chispa de gracia; pero era indudable que aquello sobrepasaba lo normal. ¿A qué obedecía aquella rebelión de sumisos instrumentos? ¿Tendría, verdaderamente, algo que ver la entrada en el nuevo milenio con los malos augurios de  las profecías de Nostra Damus, las de Malaquías, o las de tanto mago moderno como salía por la televisión prediciendo los hechos más insólitos?
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el director del Gran Teatro dio la orden de contactar  con otros lugares en los que se estuviesen interpretando conciertos de fin de año con el fin de ver si este caso insólito se repetía, o la confabulación de instrumentos sólo se daba en este recinto. El resultado de esta investigación , que no se hizo pública para evitar males mayores, fue  que tanto en pueblos cercanos, como en el concierto que interpretaba la Orquesta Nacional de España en el Teatro Real de Madrid, estaban  ocurriendo cosas sumamente extrañas.
Mientras tanto, en el escenario del Gran Teatro de Manzanares seguían las maravillas,  ahora en boca de un trombón chispado -eso al menos parecía deducirse de su verborrea con acento de tabernero de extrarradio- que, a ritmo de mazurca decía: Verán verán verán . Veránustedesquebienseva. Verán verán verán.Enelmilenioquevaaempezar, mientras el resto de trombones, a ritmo terciario, repetía: Loverán loverán loverán
No es que el director no quisiera suspender aquel acto. Es que sus brazos no obedecían las órdenes de detenerse que, sin cesar, les enviaba su cerebro; por lo que presos de un paroxismo inusual se agitaban marcando los tiempos de las frases que aquellos rebeldes incontrolados emitían.
Eran ahora los timbales, los que, con un desaforado estruendo semejante al retumbar de cien tormentas, ponían su voz de ultratumba en aquel conciliábulo en el que todos los espíritus se habían conjurado para orquestar una rebelión sin precedentes. Las mazas repicaban incesantes,  dim-dam dim-dam, pero lo que se oía, lo que el público oía en aquel monólogo eran gritos de furor, como de alguien que después de haber estado encerrado durante muchos años en una oscura mazmorra, viera de nuevo la luz del sol y al cegarse por su efecto, bramara de indignación contra quienes habían permitido aquel largo cautiverio.
"Soy-yo soy-yo Hoymiencierroseacabó. Soy-yo soy-yo ymihermanoelvengador Va mos Va mos adarosunalección , decía el primer timbal mientras el segundo iniciaba un redoble piano que progresivamente convertía en estallido, como si de un cañonazo dirigido hacia quién sabe donde, se tratara: broooooOOOOOMMMMM, brooooooMMMMM. Volvía de nuevo al matiz de piano brom brom brom broooooooooooooOOOOOOOMMMMMMM, para terminar en un crescendo que rompió algunas de las bombillas de la inmensa lámpara central del recinto BROM BROM BROM . Por unos instantes los estallidos de la lámpara se confundieron con el bramido de las pieles golpeadas.
Aquello no era una frase, era un insulto vibrante, amasado con todo el odio acumulado por aquellos dos energúmenos en sus concavidades. Mientras, la caja, golpeando sus baquetas sobre el bordón en un ritmo de contratiempo y dándole a su sílaba el valor de una negra, repetía: CA CA CA CA....
Entonces toda la percusión: triángulo, caja chima, bombo, platillo, castañuelas y maracas, iniciaron un ritmo marcial: Pagarán Pagarán quienestenganquepagar pagarán pagarán quienestenganquepagar.
Ante el tono amenazante, algunos de los espectadores intentaron una honrosa huida pero las puertas estaban cerradas. Gritaron y el miedo se apoderó del resto. No había forma de salir de allí. No por el momento.
De pronto, el clarinete bajo, con una voz de bruja de las mil y una noches dijo algo que fue significativo, aunque dado el temor , nadie supo captarlo: laluz laluz la luzzzzz la la la la-la- la-la-la-la-laaaaa luzzzzzzzzz. Y de pronto la sala quedó completamente a oscuras.
Todos los instrumentos al unísono, iniciaron un tiempo de zambra en modo de fortísimo que hizo vibrar los cimientos del recinto. Nadie escuchaba; nada se oía ya que fuera coherente: Los gritos de la gente, huyendo despavorida, anulaban los de los instrumentos. La multitud chillaba, rodaba, se empujaba, se pisoteaba, moría asfixiada en aquel encierro mientras duras palabras de tono metálico destacaban sus bramidos por encima de la confusión.
Las trompas iniciaron un ahuuuuuuUUUUUUUUU  terrorífico y las trompetas emitieron desgarradores chillidos. Parecía que los cuatro jinetes del Apocalipsis hubieran dejado allí su impronta de terror y destrucción. De pronto como si un gran calderón hubiera cortado todo movimiento, se hizo el silencio.
Se encendieron las luces que quedaban intactas y un batir de puertas impelidas por quienes desde el exterior intentaban franquear el paso hizo pensar que el conjuro había pasado.
El espectáculo era dantesco; las cuatrocientas personas del patio de butacas más las ciento cincuenta que había en el anfiteatro y que víctimas del miedo se tiraron al vacío, yacían muertas en un amasijo de brazos, piernas y cabezas que semejaban ramificaciones de un mismo cuerpo. Sobre el escenario, los músicos aparecían  en grotescas posturas con los atriles clavados en el corazón; los instrumentos, reposaban sobre el suelo en actitud de inocente abandono. La escena, terrorífica e inexplicable se repetía en todos los lugares en los que aquel concierto de fin de milenio se había interpretado.
Los periódicos de todo el mundo se hicieron eco de la terrible masacre, lamentando que después de tomar tantas medidas para que el efecto 2000 no repercutiera en el normal desarrollo de la actual civilización, nadie hubiera pensado en que aquellos inanimados artilugios con los que el ser humano manifestaba sus sentimientos, pudieran impregnarse de las mismas pasiones que, durante siglos,  habían transmitido.