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sábado, 29 de noviembre de 2014

ODISEA.

Levantó los ojos del plato y miró a su alrededor. La sala era amplia, con grandes ventanales por los que entraba la luz del mundo. Pero allí no había mundo. El tintineo de los platos del resto de comensales que compartían su mesa le sacó de su abstracción. Los miró. Eran tres viejos lacrimosos de moco colgandero y mano temblorosa. ¿Yo también soy así!, se dijo en un tono entre interrogativo y afirmativo. ¿Desde cuándo?

Llegaron a su memoria pinceladas de vida, instantes redivivos que ya sólo eran puntos difusos en el alma. Tanta vida. Tantos vanos esfuerzos para salir a flote, tantos sueños… Tan altos… Parece que fue ayer, se repetía en una letanía inconsistente…

Llegaron con el postre. No se comía mal, después de todo. Y la moza era guapa, de ampulosas caderas y macizas columnas, que eso le parecieron más que piernas,  las piernas de la moza. ¡Cómo le habían gustado las mujeres!  ¡Y me gustan qué coño! Parecía contestarle a esa con ciencia que ya admitía derrotas. Su derrota.

Pero aquello era todo. Detrás de la ventana se oían risas de niños, advertencias de madres, algarabía de voces que un instante rompieron su silencio. Volvió a los comensales- ninguno parecía interesado en el mundo exterior, sólo en su postre que hoy, no sabía por qué celebración, era todo un dispendio.

Padre, le había dicho el hijo en un tono de voz casi miedoso: Mañana vamos a ir a la Residencia de Ancianos de las monjitas para ver si tienen una plaza libre. Ya sabe usted lo que lo queremos, pero mi mujer no está muy católica como sabe usted y los niños duermen los tres en  una sola  habitación. Y ya los oye discutir…

Le sonaron a excusas, a vacuas excusas salidas del egoísmo  de unos hijos que ya no recordaban que todos fueron uno. Pero no dijo nada. Se tragó su tristeza como si se hubiera bebido uno de aquellos tercios de cerveza que saciaban su sed  en la taberna después de un soleado día de esfuerzo sobre un tejado.

Y aquí estaba. Intentando entender que el mundo ya no contaba con él; que a lo mejor el egoísta no era su hijo; que la vida era difícil para todos y que había soluciones tan drásticas como inevitables.

Por el comedor comenzó a desfilar un ejército de inválidos, de tullidos, de menesterosos. De un manotazo, borró una lágrima que pugnaba por rodar por su curtido rostro, por su cuarteado rostro de anciano que pensaba que en su mundo, había habido un cataclismo.


Es cuestión de acostumbrarse, se dijo mientras iniciaba un recorrido hacia ninguna parte…